Benito Pérez Galdós, el garbancero según Valle-Inclán, era un generador de historias mundanas.
La vida normal, de gente normal, tiene tanto de interesante (o más) como las vidas de las grandes familias… Benito Pérez Galdós lo sabía, y con él, lo hemos descubierto muchas personas. Desgranaba pensamientos y situaciones con mucho detalle; tanto que a medida que leemos una de sus novelas, nos familiarizamos con los personajes y los consideramos ya de nuestro entorno.
Valle-Inclán llamó garbancero a Benito Pérez Galdós peyorativamente. Entre literatos contemporáneos siempre hay rencillas… pero resultó ser un mote que la obra de este último puede llevar con orgullo.
“Tormento” es la novela del medio de una trilogía mundana. Cuenta la historia de un indiano rico, una huérfana pobre, una señora bien que no es feliz y su marido… que sí es feliz… y también un poco tonto.
Aquí las frases:
- Yo me inspiro en la realidad. ¿Dónde está la honradez? En el pobre, en el obrero, en el mendigo. ¿Dónde está la picardía? En el rico, en el noble, en el ministro, en el general, en el cortesano… Aquellos trabajan, estos gastan. Aquellos pagan, estos chupan. Nosotros lloramos y ellos maman. Es preciso que el mundo… Pero ¿qué haces, Felipe, te duermes?
– (Despabilándose y sacudiéndose.) Perdone usted, Sr. D. José querido. No es falta de respeto; es que con lo poco que bebí de ese maldito aguardiente parece que la cabeza se me ha llenado de piedras.
- Ahora el cuarto de la muchacha… oscurito sí, pero ella ¿para qué quiere luces?
- La soledad me causa espanto, y cuando oigo hablar de las familias que se han ido a vivir a ese barrio, a esa Sacramental que está haciendo Salamanca más alá de la plaza de Toros, me da escalofríos.
- (…) la sequedad con que les hacía sentir el peso de su mano al darles limosna.
- Con burlesca vivacidad miraban sus ojos picaruelos, y su nariz ligeramente chafada tenía la fealdad más bonita y risueña que puede imaginarse. Cuando se reía, todos los diablillos del Infierno de la malicia serpenteaban en su rostro con un tembloreo como el de los infusorios en el líquido.
- «Esta que emplea tanto tiempo en lavarse no puede ser cosa buena… Digan lo que quieran, la mujer honrada no necesita de tanta agua».
- El estilo es la mentira. La verdad mira y calla.
- Es que para que yo sea buena, hermana -replicó la otra desde el hueco de sus sábanas-, lo primero que has de hacer es suprimir los sermones. No prediques, que eso no conduce a nada. ¿Por qué es mala una mujer? Por la pobreza… Tú has dicho: «si trabajas…». ¿Pues no he trabajado bastante? ¿De qué son mis dedos? Se han vuelto de palo de tanto coser. ¿Y qué he ganado? Miseria y más miseria… Asegúrame la comida, la ropa, y nada tendrás que decir de mí.
- Rompió a llorar, ¡y de qué manera!… Vertía lágrimas antiguas, lágrimas pertenecientes a otros días y que no habían brotado en tiempo oportuno.
- Era un hombre que no podía prolongar más tiempo la falsificación de su ser y que corría derecho a reconstituirse en su natural forma y sentido, a restablecer su propio imperio personal, a hacer la revolución de sí mismo y derrocar y destruir todo lo que en sí hallara de artificial y postizo.
- Hay personas con quienes no valen los propósitos buenos… -replicó ella tratando de mostrar carácter-. Yo recibí una carta que decía: «moribundo» y vine… Yo quería consolar a un pobre enfermo, y lo que he hecho es resucitar a un muerto que me persigue ahora y quiero enterrarme con él… Por débil me pasó lo que me pasó. Esto de la debilidad no se cura nunca. Hoy mismo, al querer venir, una voz me decía aquí dentro: «no vayas, no vayas». Dichosos los que han nacido crueles, porque ellos sabrán salir de todos los malos trances…
- Más fuerte era el concepto contenido que la timidez del continente, y de aquella discreta boca salieron estas palabras, como sale un disparo por la boca del cañón:-Tengo que hablar con usted…
-Sí, sí, estoy tan agradecida… -balbució ella, con un nudo en la garganta.
-No, no es eso. Es que esta mañana hablamos Rosalía y yo de usted, y de si entra o no en el convento. Yo estoy en darle la dote; pero, entendámonos, con una condición: que no se ha de casar usted con Jesucristo, sino conmigo.
- Iban por la calle Ancha, sin separarse para dar paso a nadie. A ratos se miraban y sonreían. Idilio más inocente y más soso no se puede ver a la luz del gas y en la poblada soledad de una fea calle, donde todos los que pasan son desconocidos.
- Porque Amparito, dígase claro, no tenía ambición de lujo, sino de decencia; aspiraba a una vida ordenada, cómoda y sin aparato, y aquella fortuna que se le acercaba diciéndole «aquí estoy, cógeme», la volvía loca de alegría Y no obstante, valor le faltaba para cogerla, porque de su interior turbadísimo salían reparos terribles que clamaban: «detente… eso no es para ti».
- «Tú no tienes gusto -decía-. Déjame a mí, que sabré equiparte con elegancia. Parece que estás lela, y miras todo con esos ojazos… ¿Por qué tienes tanto horror al color negro, que no te fijas sino en colorines? Parece que has venido de un pueblo. Si no fuera por mí, te vestirías de mamarracho. Como seas tan lista para gobernar tu casa, el pobre Agustín se va a divertir».
- «O esto concluye para siempre, o me mato esta noche misma… lo he jurado… es hecho… paz o muerte».
- Mientras fui hipócrita y religioso histrión y no tuve ni pizca de fe. Después que arrojé la careta, creo más en Dios, porque mi conciencia alborotada me lo revela más que mi conciencia pacífica. Antes predicaba sobre el Infierno sin creer en él; ahora que no lo nombro, me parece que si no existe, Dios tiene que hacerlo expresamente para mí.
- «Las cosas que yo oí no se oyen sin desquiciamiento del alma. Y ahora, ¿lo que tú desquiciaste —273→ quieres que yo lo vuelva a poner como estaba?…».
- «¡Qué manera más extraña de querer! -dijo incorporándose-. Parece natural que a los que queremos, deseemos verles felices… digo, tranquilos. No comprendo que se me quiera así, haciéndome desgraciada, indigna, miserable, para que me desprecie todo el mundo».
- El escueto y rechupado clérigo, la señora con cara de caoba y vestido negro, tomaron asiento en la sala. El primero parecía haberse escapado de un cuadro del Greco. La segunda estaba emparentada con los Caprichos de Goya.
- ¡Dichoso aquel que ve venir la muerte con tranquilidad, y no tiene ni en su alma ni en sus negocios ningún cabo suelto de que se pueda agarrar ese pillete de Satanás! Trate usted de arreglar su vida para su muerte…
- Pero de repente vio el techo de su casa. El día empezaba a entrar en ella, es decir, otro día, el siguiente a aquel otro que pasó. ¡Cosa más tonta…! Pues en aquel día se había de matar irremisiblemente. Amaneció lloviendo también, la tierra bebiendo lágrimas del cielo.
- Caballero salió más tarde, y por las Descalzas, el Postigo, la calle de Hita, el callejón del Perro, etc… se dirigió a la calle de la Estrella. Fácil es suponer que tenía un humor de mil demonios y que no sabía escoger entre la duda y la certidumbre de su desgracia. Aquella tal Doña Marcelina, ¿qué casta de pájaro sería?
- ¿no ves qué triste y tonto ha sido tu ensayo? ¿No ves que todos se ríen de ti? ¿No conoces que cada paso que das es un traspié? Eres como el que no ha pisado nunca mármoles, y al primer paso se cae. Eres como el cavador que se pone guantes, y desde que se los pone pierde el tacto, y es como si no tuviera manos…
- Un tren que parte es la cosa del mundo que más semejanza tiene con un libro que se acaba. Cuando los trenes vuelvan, abríos y páginas nuevas.
- ¡Aquí os quiero tener, aquí!… Sanguijuela de aquel bendito, nos veremos las caras.
Gracias D. Benito Pérez Galdós
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